miércoles, 24 de octubre de 2012

El sello

Era inútil. No podía dormir. De por sí no dormía mucho desde el inicio de su vida política; pero las horas que acostumbraba dormir lo hizo siempre a plenitud, porque su conciencia estaba limpia; y aunque muchas vidas se habían sacrificado, entre ellas las de sus propios hijos, cualquier inmolación era pequeña por defender a su México.
Pero esto era distinto; por primera vez en toda su vida su conciencia no lo dejaba en paz.
Recluido, con un convento como cárcel, estaba un hombre justo, un hombre que compartía sus ideas liberales, un hombre que también quería lo mejor para este pueblo, aunque él mismo no fuera de ahí… un hombre que era su hermano, con diferente piel, con ojos de color, con diferente origen, pero su hermano en ideología, porque era un hombre justo, como él. Y su única falta era la forma como llegó, imponiéndose.
Él sospechó que algo bueno tenía desde que se enteró que el mismo partido que lo había traído comenzaba a desestabilizarse por sus ideas políticas.
Hacía años que había comprometido su existencia en la encomienda de cuidar la soberanía de sus raíces, soberanía que había sufrido tanto ya.
Se levantó, su traje estaba arrugado pero no le dio mayor importancia. Ya había pospuesto una vez la ejecución, y sus compañeros de armas comenzaban a murmurar sobre su entereza. Varios países europeos habían pedido clemencia para el prisionero, como si eso le importara, toda la realeza a él lo tenía sin cuidado. Fue esa carta lo que lo había hecho flaquear.
La sacó del escritorio y vio el sello una vez más.
Tocaron la puerta, él se apresuró a abrir.
-Señor, ya llegó el regimiento que viene de la frontera norte, como lo pidió.
-¿Todos los soldados vienen de allá?
-Sí, señor, todos.
Pensó un momento, luego repuso.
-¿El padre Benito?
-Ya viene en camino el carmelita ese, señor.- dijo sin entender cómo Él había querido que un sacerdote, por muy instruido que fuera, lo llevaran a confesar a los prisioneros, si había luchado tanto contra el fanatismo religioso.
-Dígale que me espere, y lleven a los generales con el reo.
-Sí, señor – salió el hombre.
Guardó la carta en el interior de su saco y salió a toda prisa, la noche estaba por terminar, y era necesario ponerle punto final a este asunto de una buena vez.
El padre, cubierto por su capucha, esperaba fuera de la celda del reo. Los generales ya estaban dentro. Cuando el sacerdote lo vio llegar, se levantó. El captor miró los pies descalzos, y los ojos negros del religioso, que reflejaban emociones encontradas.
-Venga conmigo- dijo con respeto- ustedes- se dirigió a los que le custodiaban- los quiero de regreso al cuartel.
-Pero, señor, no podemos dejarlo solo- él los miró inquisidor- prepare el pelotón, que espere fuera del convento, no quiero a nadie presente. El pelotón, el sacerdote y yo- dijo mientras abría la puerta, dejó pasar al religioso y cerró tras de sí.
Quince minutos después los prisioneros salieron, siguiendo con mansedumbre a su apresador, al fondo les seguía el hombre de los pies descalzos.
El pelotón los dirigió hasta el cerro donde sería la ejecución.
Cuando cayeron los hombres, fulminados por las balas, el de la sotana cayó de rodillas llorando, sus sentimientos habían explotado rompiendo la fuerza de sus piernas.
El pelotón se retiró ante una orden.
El de la capucha lo miró entre lágrimas, y tomó la mano que le ayudó a levantarse.
-Tenga- le entregó la carta- consérvela usted, y esto- le entregó una bolsa con monedas.
-Gracias- dijo tomando ambas cosas. Se dieron la mano. El de los pies descalzos caminó, caminó toda la noche, la impresión había sido tal, que no podía mantener callada su mente, las ideas, las imágenes, el ruido de los disparos, todo había sido atronador… sin darse cuenta cómo, se vio en la estación del ferrocarril. Se sentó agotado.
Unos minutos más tarde un joven se le acercó.
-Padre, mire, llevo estos huaraches extra, quédeselos.
Entonces notó que sus pies sangraban. Lo miró agradecido.
-Gracias, no.
Cuatro días después, el hombre llegó a El Salvador. Preguntando dio con la puerta del domicilio del vicepresidente. El guardia, que ya esperaba su llegada lo llevó hasta un cuarto aparte. El mandatario llegó presuroso a su encuentro, lo miró y vencido por la emoción, lo abrazó largamente, aquél se sintió por fin en casa.
Mientras cambiaba su ropa sacó la carta, sellada con el símbolo masón. Se miró al espejo, su rostro estaba envejecido, pero vio en el reflejo de sus ojos azules, la esperanza de una nueva vida.
Maximiliano había muerto hacía cuatro días y esa mañana nació Justo Armas.

El Sombrero Blanco

El sonido incesante del tren, ensordecedor y repetitivo me arrullaba. Llega un momento en que uno deja de escuchar cuando hay tanto ruido, hasta que se nulifica y se convierte en una música de fondo…
Durante la primera parte de la travesía estuve solo, fueron 6 horas en las que dormí a pierna suelta; sé que ronco porque yo mismo me he despertado, entonces estar solo me dio la confianza de dormir sin penas y sin sobresaltos. Estaba cansado. Las dos semanas anteriores las había pasado en misiones en Veracruz, que se había inundado por un huracán; como sacerdote, pude haberme quedado con mi labor de confesión únicamente, pero no soy una persona que se pueda quedar sentado, así que estuve ayudando, dando un par de brazos, todavía fuertes, y eso, a mi edad, ya cansa.
Pasada la crisis, iba de regreso, y la verdad sea dicha, fue una bendición estar solo en ese pequeño cuarto que servía de camarote para los viajeros fatigados. Entre sueño y sueño pensaba si las casualidades pueden nutrir nuestras vidas, y si todo eso era a lo que, obstinadamente, llamábamos Dios. Y por lo tanto, si mi propia vida tenía el sentido que yo insistía en darle.
En la llegada a Puebla mi descanso se vio interrumpido. Un anciano se asomó por la ventana interior del ferrocarril, me miró con recelo y luego entró sin llamar.
-Buen día- dijo con voz ronca.
-Buen día- contesté yo, enderezándome a mi pesar.
EL hombre vestía con un traje que evidenciaba su posición social. El sombrero blanco que llevaba, calculé, podía costar más que todo lo que yo pudiera traer conmigo.
Se sentó colocando el sombrero a un lado, me miró de frente y noté cierto reto en sus ojos.
-¿Va a México?
-Sí- dije.
-Yo también. Es sacerdote.- afirmó.
-Sí- contesté sin darle importancia al tono de su voz. Me miró de arriba abajo y desvió su mirada hacia el paisaje que pasaba veloz atrás de la ventana. Así pasaron dos horas de incómodo silencio, hasta que el anciano volvió a dirigirme la palabra.
-Yo soy general.
-¡Ah!- exclamé sin inmutarme. Silencio nuevamente, luego calvó sus ojos en los míos.
-Fui general en tiempos de Calles…
Comprendí en ese momento la situación. Era un general que luchó contra los Cristeros; estaba sentado frente a un asesino de sacerdotes.
Sentí cómo se me crispó la quijada y fui yo el que desvió esta vez la mirada hacia la ventana.
Otra hora de silencio, cada segundo más incómodo.
-¿Y… duerme tranquilo?- rompí el silencio. El hombre me miró sorprendido.
-No soy un asesino…
-¿No?- le contesté incrédulo y sin ironía en mi voz.
-¡No!- repuso tajante- sólo he cumplido con el papel que me fue impuesto.
-Y que usted aceptó.
-Alguien debía hacerlo; y lo hice lo mejor que pude.
En ese momento noté que el anciano, aunque de manera recia, trataba de justificar sus propias acciones; me pregunté si influía en algo mi profesión.
-Comencé muy joven- empezó a narrar, no estoy seguro si para mí o para sí mismo, pues rara vez me miró a lo largo del resto del viaje. Hablaba por pausas, dejando silencios de minutos, y en ocasiones hasta de horas entre comentario y comentario.
-Nací en un pueblo donde la religión es parte fundamental de la vida, tenía tres tíos sacerdotes y cuatro religiosas. Ahí se mama la fe en Dios, no es que la gente se pregunte nada; se nace con ella.
¿Estaba diciéndome que él creía en Dios? Me pregunté en silencio.
-Mis padres me dieron estudios, y cuando hubo que poner orden, no fue difícil conseguir un buen lugar en el gobierno; luego, las cosas comenzaron a ponerse feas. Calles no se andaba con tarugadas, había que hacer que las cosas anduvieran derechas, y yo estaba ahí, no había para dónde hacerse. Además, los hijos de puta que mandaban de la capital, esos si no tenían madre, hubiera sido peor, mucho peor.
El hombre estaba hundido en sus recuerdos.
-Sí, es cierto, hubieron cosas, encrucijadas, un chingo de muertos, todos esos que cada noche, al cerrar los ojos, me acompañan.
-Muchas veces me pregunté por qué Dios me puso ahí, soy un hombre fuerte, pero jamás pensé que tuviera que derramar a mi propia sangre por cumplir…
-“No hay autoridad que no venga de Dios”- pensé en voz alta, él me miró con brillo en los ojos y dijo con presteza.
-Romanos 13, 1. “No tendrías ningún poder sobre mí si no lo hubieras recibido de lo alto” Juan 19, 11.
Me pregunté cuántos años habría buscado en la Biblia la manera de justificar sus actos y sus decisiones.
-Muchas veces arriesgué todo, hasta los huevos- rió- ¿y sabe qué me salvó?
Lo miré interrogante. Él palmeó el sombrero que tenía al lado.
-¿El sombrero?- dije sorprendido.
-Las cosas no son lo que aparentan; este sombrero blanco fue mi salvo conducto en las balaceras. Al frente de todos los regimientos que venían de la capital fui siempre yo. Pero me pregunto, ¿no todos somos hijos de Dios?, ¿entonces?, ¿qué es más pecado?, ¿matar a tu sangre o derramar sangre desconocida?
Reconocí el camino de llegada a la capital, como hacía un rato que estaba callado, me levanté tratando de respetar sus pensamientos, fui a orinar. Al regresar el hombre parecía dormitar.
Llegamos a la terminal. Entonces me atreví a tocarle el hombro.
-Ya llegamos. ¿No va a bajar?
Él cayó hacia un lado. En silencio, lo recosté, cerré completamente sus ojos y le di la extremaunción.
Esa noche, en la soledad de mi cuarto comprendí que no había casualidades. Dios unió a ese general conmigo, para darnos una respuesta a ambos, para abrir nuestro camino hacia la luz.

Bienvenidos

En este espacio podrán encontrar mis escritos. Espero que sean de su agrado.